sábado, 11 de diciembre de 2010

LAS RELACIONES HISPANOMARROQUÍÉS (II): SIGLO XIX HASTA LA INSTAURACIÓN DEL PROTECTORADO

La primera mitad del siglo XIX las relaciones hispanomarroquíes sufrieron un cierto abandono debido a la invasión napoleónica y su consigueinte guerra, la lucha contra el independentismo de las colonias americanas y la problemática interna procedente de las tensión entre el liberalismo y el absolutismo.


En 1848 se ocuparon la islas Chafarinas, recuperando de nuevo la política norteafricana en los gobiernos Isabel II. Surgieron tropas indígenas en el ejército español en 1859 con los “Moros Tiradores de Rif” cuya misión era la defensa y vigilancia de la costa melillense. Llegaron incluso a participar como guías e interpretes en las tropas de O’Donnell en la zona occidental en ese año. Esta guerra contra el Sultán de Marruecos fue una operación de prestigio, que finalizó con la presión de la diplomacia británica ante las tropas españolas que se encontraban frente a Tánger y la firma del tratado de Tetuán tras la victoria española de Wad-Ras. Además esta guerra permitió el primer contacto entre el africanismo español y la realidad norteafricana. 
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El africanismo español mantuvo una línea común de actuación hasta 1912 cuando se diferencian varias líneas marroquista, guineísta, bernerología y filosefardita. Como claros antecedentes debemos citar a Serafín Estébanez Calderón, Giménez Sandoval,  Malo de Molina o Gómez de Arteche, que desarrollaron una literatura preferentemente de viajes o memorias militares, que les entroncaban con los grandes autores de la literatura africanista española como eran Mármol de Carvajal, Diego de Torres o el catalán Domingo Badía, conocido en Marruecos como Alí Bey, del cual nos ocucábamos en el artículo anterior. Desde ellos se retomó la tradición con José Cadalso y en el siglo XIX Pedro Antonio de Alarcón y Galdós.
Arabistas como Emilio Lafuente Alcántara o Francisco Codera crearon una escuela científica “moderna” en el orientalismo español.
            Sin embargo el arabismo, como rasgo distintivo del africanismo español siguió siendo marginal, al menos cuantitativamente hasta 1936. Debemos citar a Ángel González Palencia y a Reginaldo Ruiz Orsati. En 1880 se celebró la conferencia de Madrid que internacionalizó la «cuestión marroquí» a costa de las pretensiones españolas. Desde ese momento la independencia del Imperio Xerifiano se vería amenazado por las pretensiones de las potencias europeas, que aumentan ante el estado de creciente anarquía en el territorio de Muley Hassan. Es en estos momento cuando nace el espíritu africanista de la intelectualidad española. Entre los más destacados debemos citar a Julián Ribera, discípulo de Codera, Eduardo Saavedra, Maxilmiliano Alarcón Santón, o Joaquín Vélez Villanueva. En 1876 se constituyó la Sociedad Geográfica de Madrid (conocida como Sociedad Geográfica Española), siendo uno de sus primeros conferenciantes el explorador y agente español en el Magreb Joaquín Gatell i Folch. Por iniciativa de ésta se creó en 1877 la Asociación Española para la Exploración de África. No sería hasta el Congreso Español de Geografía Colonial y Mercantil de 1883, cuando terminara el proceso de iniciación y propaganda y se lanzaran a una intensa campaña de presión colonial. En este contesto se creó la Sociedad Española de Africanistas y Colonialistas.  Paralelamente se desarrollaron vanos intentos por localizar el enclave de Santa Cruz de la Mar Pequeña, enclave reconocido en Tratado de 1860 y localizado en la expedición de Cesáreo Fernández Duro en un lugar próximo al que desembarcó el coronel Capaz. En 1884 la expedición de Pedro de la Fuente y Emilio Bonelli inició la ocupación de Río de Oro, que había surgido por iniciativa de Joaquín Costa y su Revista de Geografía Comercial.
En 1892 se creó la Milicia Voluntaria de Ceuta con fuerzas indígenas de infantería conocidas como Tiradores del Rif, Moros de Paz o Moros del Rey. Éstos se integraron en 1914 en las recién creadas fuerzas regulares en los batallones de la ciudad de Ceuta.
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Al año siguiente se desarrolló la conocida como “Guerra de Melilla”, ocasión aprovechado por España para intervenir en los asuntos del Sultán. Éste no tenía posibilidad de desarrollar los compromisos financieros del tratado de 1860 y era incapaz de frenar el desorden entre las cabilas. El ataque de tribus rifeñas contra los trabajos de fortificación emprendidos por el ejército para reforzar la defensa de Melilla y permitidos por el Sultán desencadenaron una importante expedición militar de 20.000 hombres al mando del general Martínez Campos.

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La pérdida de las últimas colonias en 1898 tuvo importantes consecuencias para la política norteafricana y el auge del “africanismo” peninsular, con la inestimable aportación del capitalismo español, un sector importante del ejército y la acción del último rey-soldado de nuestra historia, Alfonso XIII. Así se desembocó en el establecimiento del Protectorado entre 1902  y 1912.
            A nivel europeo y a nivel interno español, los intereses coloniales sobre la orilla africana del Estrecho originaron la denominada «cuestión marroquí» que fue planteada desde la Conferencia de Madrid de 1880. Desde entonces se inició un proceso en el que Francia tuvo que eliminar las apetencias italianas, alemanas y reducir las españolas con el permiso británico tras los acontecimientos de crisis colonial ejemplificados en Fashoda en 1898. Este proceso se inició con el Convenio hispano-francés de 1902, con importantes beneficios españoles y no suscrito por el gobierno conservador de Silvela.
            El acuerdo hispano-francés de 1904, con el beneplácito británico, hizo perder algunos enclaves y la cuenca del Innauan, pero se incluía la consumación de la penetración con la instauración del protectorado y el regreso de España al concierto internacional de las potencias, que se vería reforzado con el pacto de Cartagena en 1907, que establecía la necesidad de concertación militar entre Francia, Gran Bretaña y España para intervenir en cualquier acción armada en Marruecos.
Las pretensiones del káiser Guillermo II dieron al traste a los acuerdos y obligaron a una nueva convocatoria internacional. De la Conferencia de Algeciras en 1906, salió un documento que, con los seis acuerdos que lo vertebraron, se pensaba que salvarían el statu quo del sultanato marroquí. Pero en realidad lo que consiguió fue la aceleración de la captura del país y de sus recursos por las potencias europeas. Algunas de ellas con pretensiones tutelares y jurídicas, como Francia y España; otras con aspiraciones comerciales y financieras, como el II Imperio Alemán o Gran Bretaña.
García Prieto, puso en descubierto en 1906, el apetito español sobre el territorio marroquí, así como los afanes mercantilistas de algunos políticos con vertientes africanistas, respaldados por amplios sectores de la burguesía y el capitalismo español. A ello se unió la necesidad de lavar la afrenta sufrida con la pérdida de las colonias americanas y un creciente sentimiento nacionalista y antifrancés, que identificó el poder español establecido en Marruecos con la victoria o al menos adelantamiento sobre el país vecino en la acción colonial, que había resultado claro vencedor de la reunión gaditana.
            El 27 de noviembre de 1912 se consumaba el proceso histórico previsto ocho años antes, en un tratado firmado entre García Prieto e Isidore Geoffray en el que se reconocía el derecho de actuar sobre las respectivas zonas de influencia por cada potencia protectora. Culminaba una etapa de penetración pacífica para iniciar otra de escalada militar, que acabaría el 10 de julio de 1927, y que tiene claros orígenes en 1909 con el incremento de la introducción económica española, las rebeliones de El Rogui primero, y el Raisuni posteriormente, y los sucesos de Melilla que culminaron en España con la Semana Trágica.
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Semana trágica de Barcelona.

                La historia del Protectorado español en Marruecos quedaría definida por una serie de caracteres comunes:

- la indefinición en las líneas políticas de actuación
- el seguidismo de las decisiones francesas, 
- las dificultades en la construcción de la administración colonial, 
- la bipolarización de la sociedad española, 
- y el carácter militarista de la intervención. 

Paralelamente a la construcción del entramado colonial español se producía un doble movimiento divergente de fuerzas. Por una parte el creciente interés de grupo colonial africanista de carácter imperialista, pretoriano y de enriquecimiento que pretendía una mayor implantación y dedicación en la colonia y una creciente y significativa presencia en la vida pública metropolitana. En este sector se hallaban los grupos económicos beneficiados por la intervención colonial, los sectores políticos en que estos se apoyaban y que formaban la clase dirigente del país de una forma caciquil y con una democracia imperfecta  y los militares deseosos de ascensos rápidos por acciones de guerra a la par que lavar la imagen del Ejército o salvar el honor de la patria o simplemente aquellos que deseaban aumentar emolumentos mensuales

Por otra se situaba una mayoritaria opinión pública deseosa del abandono, cansada del esfuerzo y hastiada por la creciente escalada bélica. Estaba apoyada por los grupos ideológicamente situados a la izquierda o de carácter reformista, como el sector republicano que carecían absolutamente de ningún plan de actuación, e incluso con ciertas ideas de abandonismo.

La presencia colonial española ejerciendo el Protectorado se divididiría en las siguientes etapas:
            1ª) Etapa de Penetración (1912-1921)
            2ª) Etapa de Pacificación (1921-1927)
            3ª) Etapa de Intervención (1927-1956)

Teodoro Fernández

jueves, 9 de diciembre de 2010

LAS RELACIONES HISPANOMARROQUÍES (I): DESDE LOS PRIMEROS POBLAMIENTOS HASTA EL SIGLO XVIII

            Históricamente las relaciones entre ambas orillas mediterráneas han sido profundas pero claramente discontinuas. Existe una necesidad histórica por establecer un lazo de unión que los aconteceres políticos y las relaciones comerciales han sellado configurando un especial nexo de unión entre dos sociedades, casi siempre enfrentadas pero en muchas ocasiones obligadas a entenderse. Sin embargo la percepción de este hecho ha variado a lo largo del tiempo y ha provocado la repetición de los desencuentros con mayor grado de intensidad según se avanzaba el tiempo.
            Los primeros poblamientos datados por antropólogos y etnógrafos son calificados como integrantes de la raza camita y denominados como libios, númidas o bereberes. Su área de expansión no se limitó a la costa norteafricana, sino que cruzaron el estrecho mezclándose con nómadas nórdicos.
            En el Paleolítico Superior y el Neolítico, otras inmigraciones africanas dieron origen a la civilización “hispano-mauritánica” conocida con el nombre de «cultura de Almería».
            Inmediatamente comenzó a crearse una afinidad étnica entre los pueblos asentados en ambas riberas del Mediterráneo occidental, como fueron los iberos, emparentados con los bereberes. Tras siglos de convivencia recibieron la aportación de los comerciantes colonizadores históricos del Mediterráneo: fenicios y griegos.
            Los fenicios mantuvieron estrechas relaciones con Tartessos y establecieron importantes colonias: Lixus o Lixa (Larache), Tingi (Tánger) Kabyla (Ceuta) Zilis (Arcila) en la orilla sur; y Malaka (Málaga), Carteia (Algeciras) o Gades (Cádiz) en la orilla norte. Los griegos, en cambio, mantuvieron menos relaciones y fueron rápidamente expulsados por los cartagineses, sucesores de sus metropolitanos de Tiro. Estos llenaron las costas africanas de colonias y rápidamente se lanzaron a la conquista de la “tierra de los conejos”, Ispahan, conocida posteriormente como Iberia. Tras la batalla de Alalia ocuparon Tartessos y se adueñaron de toda la península hasta que se enfrentaron con el imperio emergente de la república romana. Tres guerras, conocidas con el nombre de Púnicas, provocaron la llegada de los romanos a Hispania y su establecimiento definitvo desde el 216 a.C.
La conquista se desarrollo siguiendo extrañamente una dirección este-oeste, al contrario que las líneas de conquista tradicionales, que se desarrollaron a lo largo del tiempo en la zona hispano-magrebí, es decir de norte a sur o al contrario. Acabada en el 19 a.C. tras muchas resistencias tanto en el norte como en la meseta ibérica, ocuparon la Bética, cruzaron el mar y llegaron hasta Arcila.
El territorio fue incluso pieza protagonista durante las guerras civiles de Roma, llegando a protagonizar los naturales de Marruecos mandados por Sertorio un intento de aspirar a la conquista de la metrópoli. La reorganización administrativa imperial anudó aún más los lazos entre las tierras marginales del Estrecho al incorporar a la provincia Bética a algunas ciudades de la Mauritania Tingitana.
Adriano, en la etapa diocesana, creó la diócesis de Hispania estableciendo a la Galaecia y la Mauritania dentro del espacio afroeuropeo occidental. Diocleciano mantuvo  en la tetrarquía la unidad antes establecida, pero ampliada. Constantino, en el 330 d.C. creó la prefectura de las Galias, con tres diócesis: Hispania, Galia y Britania. La primera tenía siete provincias, cinco ibérica, la insular baleárica y Mauritania Tingitana, manteniendo la unidad política de la Península Ibérica.


            Esta unión mantenida durante casi cinco siglos fue rota por las invasiones germánicas, cuyas tribus desde el 409 se repartieron la Hispania romana. Los vándalos asdingos y suevos se quedaron con Galicia, los alanos la Cartaginense y la Lusitania y los vándalos silingos la Bética, quedando el resto para los visigodos, aliados de Roma.
            Los vándalos asdingos crearon un efímero imperio hispano-magrebí, sustituido por los romanos orientales o bizantinos. El emperador Justiniano estableció a sus tropas en Andalucía, Levante y Marruecos. Es decir, el que dominara el Estrecho ocupaba sus orillas, y siguiendo esa ley histórica los visigodos, establecidos ya en Toledo, mantuvieron la unidad geopolítica hispano-magrebí, expulsaron a los bizantinos y situaron gobernadores en las plazas costeras.
Expediciones musulmanas, árabes o bereberes, acosaron al poder visigodo hasta que en número de 18.000, finalmente realizaron la conquista de la península en seis años por medio de expediciones militares (avance de Muza desde Sevilla al norte atravesando Extremadura), pactos (como el firmado entre Abd el Aziz y el gobernador Teodomiro de Murcia) o capitulaciones como la ciudad de Toledo.
            Se formó entonces un walitao de Hispania dependiente del emirato islámico de Ifriqiya, con capital en Túnez y de nuevo se controló por un imperio a ambas orillas mediterráneas, a pesar del mantenimiento en aquel de cierta autonomía y la aparición de sentimientos nacionalistas peninsulares o al menos autóctonos. Desde fecha temprana surgieron dos reinos o emiratos rebeldes al poder centralizador de los abassíes de Bagdad. Eran ambas orillas, en la peninsular el emirato omeya fundado en 755 y en la africana el reino de Fez, fundado por Idris II en 808.
            En el proceso medieval de conquista musulmana y posterior reconquista y repoblación cristiana de la Península Ibérica se produjeron tres hechos que evidenciaban las determinantes relaciones históricas entre los dos espacios conformantes del territorio de la civilización hispano-magrebí. En primer lugar notamos la existencia de imperios que dominan ambas orillas marinas, como fueron el Califato de Córdoba entre el 929 y 1031; o el dominio de los imperios norteafricanos, primero almorávides procedentes de Tafilete, y posteriormente almohades hasta 1230. 

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A partir de esta fecha, y sobre todo desde 1340, desapareció la posibilidad de establecer cualquier estado islámico hispano-marroquí pasando la iniciativa a manos cristianas o predominantemente europeas. En segundo lugar se produjeron numerosas rebeliones o tensiones internas, muchas de ellas de signo anticentralista que afirmaron el carácter nacionalista y la especifidad de ambos territorios con sus deseos desintegradores. Finalmente apareció el intento de controlar el ámbito norteafricano por parte de las potencias que surgieron vencedoras del proceso de expansión hacia el sur en el ámbito de la civilización ibérica. Éstas deseaban controlar ambos mares, por una parte el Atlántico como base para el control de la costa africana y la vía circumcontinental hacia la India y por otra el Mediterráneo como forma de asegurar y defender sus límites meridionales. Así Portugal, Aragón y Castilla, a la vez que se repartían el Nuevo Mundo, establecían una densa red de presidios costeros que les convertían en potencias africanas. A su vez se enfrentaban por detentar el predominio estratégico en la región. Desde la Sede Papal se confería un carácter religioso a la conquista con la bula de las Cruzadas promulgada por el papa Calixto III en 1457.
            Paralelamente a las expediciones hacia las Canarias y el Mediterráneo central y costero africano desaparecía la presencia mahometana de la península. Primeramente fueron los portugueses y aragoneses. Les siguieron los castellanos desembarcando en 1478 en Santa Cruz de la Mar Pequeña, iniciando la conquista del archipiélago canario y ocupando Melilla en 1497.En el testamento de Isabel La Católica, en 1504 se establecía la necesidad de conservar Gibraltar, dominar el Estrecho y conquistar la costa africana como forma de reafirmar la seguridad meridional. Se tradujo en diversas expediciones sobre Orán en 1505-1509, la ocupación de Vélez de la Gomera y el vasallaje del Reino de Túnez.

Durante el resto del siglo XVI la política Mediterránea de los Habsburgo, estuvo al servicio de los acontecimientos continentales y fue entonces la necesidad de asegurar la tranquilidad y sosiego en el Mediterráneo occidental y eliminar la piratería lo que llevó a Carlos I y Felipe II a volver a intervenir en el Magreb. Se ocupó la isla de Gelves, los peñones, Bugía, Argel, Mostagan, Bicerta, Trípoli, La Goleta y se intervino en Río Martín. Finalmente la unión con la corona Portuguesa afirmaría a la monarquía hispánica como una potencia africana y sobre todo mundial. Para la realización de algunos de esos hechos se contó con la ayuda de soldados naturales del lugar, como fue la Compañía de Moros de Paz en 1509, unidad de Caballería fundada por el Cardenal Cisneros tras la conquista de Orán y Mazalquivir, para ser utilizados como servicio de guías y exploración. Posteriormente sería conocida como Compañía de Moros Mogataces (renegados del Islam) que sirvieron como auxiliares para la reconquista de Orán en 1732. Les siguieron las Compañías de Guías Naturales de Orán.
En 1608 Felipe III recibió la solicitud del Sultán para unir los territorios de su imperio a cambio de concesiones territoriales en Larache, convirtiéndose en claro precedente de la acción protectora iniciada desde el último cuarto del siglo XIX. En 1673 se ocupó el Peñón de Alhucemas.
El siglo XVIII se inició con la presencia hispánica en Ceuta, Melilla, Orán y los Peñones. Los roces con el sultán aumentaron y desembocaron en el cerco a Melilla, tensiones en la región rifeña, ataques a los pesqueros españoles y el abandono de Orán en 1791. Sin embargo en 1767 se firmó el Tratado de Paz, Comercio, Navegación y Pesca que aumentó el comercio hispano-marroquí entre esa fecha y 1830, aumentando la influencia española en Marruecos. Esto lo evidencian hechos como la acuñación de moneda marroquí en Cádiz o la presencia de técnicos, militares o simples aventureros en la vida sociopolítica del sultanato.
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Domigo Badía o Alí Bey, autor de "Viajes por Marruecos" (en su título abreviado), durante el reinado de Carlos,  sieno posiblemente el primer español, no musulmán, en entrar en el santuario de La Meca.